El nacimiento de Eyre me ha trasladado a treinta y tantos años atrás, al nacimiento de mi primera hija. Las sensaciones del nacimiento de un primer hijo son indescriptibles. Al que no puede o elige no tener hijos, no hay nada que explicarle o aclararle - lo que no se conoce, no se echa de menos y ya está.
Cierro los ojos y me pongo en situación, y se me llenan los ojos de lágrimas - a mí, que tengo piel de cocodrilo - y que tenía apenas 20 años cuando ocurió. Fue una niña, como todas mis hijas, enormemente deseada, fruto del amor apasionado y de la inconsciencia profunda e infinita consustancial al enamoramiento.
Semanas mirando una cuna vacía, tocando esa ropa diminuta que te regalan, preparándote sin saber muy bien para qué - y de pronto un día despiertas con un ser humano con sus cinco dedos en las manos y en los pies (lo primero que conté) que has traído al mundo por voluntad tuya y de tu pareja - pero sin mucha idea de lo que todo eso implica ni de la responsabilidad que trae consigo bajo el brazo (porque lo del pan es puro cuento).
Un hijo deseado y concebido desde el amor (por muy cursi que suene) - que es de lo que hablo porque es de lo que sé - es un hermoso lazo que te ata a la vida de por vida. (He pensado en eso leyendo un post reciente de Candela).
El nacimiento de Eyre es, además del resultado
intencionado del amor, (como son todos los nacimientos de niños deseados o adoptados), una declaración valiente y abierta, un canto a la vida que desde aquí celebro y admiro, and this comes straight from the heart (que traducido sería - con una copa en la mano, brindo por vosotras, Silvia y Gloria) y que me llena de ternura.
Mis mejores deseos a las tres.